El tataranieto de un Presidente del Perú nació en una Lima pituquísima-ísima-ísima. En el colegio fue tan flacuchento y debilucho que todo el mundo tenía ganas de sacarle la mugre, porque así somos los humanos desde chiquitos, y porque por razones lingüísticas a los peruanos nadie quiere lastimarnos sino sacarnos la mugre. El niño más fuerte y más grande del colegio se apiadó de él, porque así también somos los humanos desde chiquitos, y lo defendió tantas veces que terminaron siendo mejores amigos hasta ahora.
Cuando se convirtió en un jovenzuelo flacuchento, estudió derecho aunque no quería ser abogado y después de terminar la carrera ganó una beca para estudiar en La Sorbona. Éste va a estudiar para bohemio, se burlaron los amigos que sabían que quería ser escritor, porque querer aquello entonces era tan extravagante como quererlo hoy y así somos los peruanos, requete burlones. Cuando el tiempo de la beca terminó, no quiso regresar al Perú. En uno de sus viajes por Europa había encontrado un paraíso, el pequeño territorio de la pasión, llamó después al pueblo italiano cuyo nombre comienza con las letras P-E-R-U. La pasión del pueblo medieval lo poseyó y se sentó a escribir, llora que te llora. Me habían impedido escribir tantas veces, que no podía escribir sin llorar, contó alguna vez, y cuando terminó sus primeros cuentos era pobre como una rata y compartía la mesa popular con los mendigos del pueblo italiano. Poco después consiguió trabajo como profesor de castellano en un colegio parisino, empaquetó sus cuentos y regresó a París, porque sin plata no hay quien viva ni siquiera en el paraíso. No soltó sus cuentos empaquetados, anduvo con ellos para arriba y para abajo, y un día horroroso se los robaron. Lloró más que cuando los escribió y cuando intentó reescribirlos, berreó como un condenado porque es imposible reescribir algo igualitito-ito-ito. Tuvo que escribir cuentos nuevos y la lloradera valió la pena, porque se los publicaron y hasta alabaron. Por ese tiempo, comenzó a dictar clases de literatura hispanoamericana en una universidad francesa.
Nunca hubo un tiempo mejor para ser profesor universitario, aquel fue mi edén, contó chino de risa explicando que mayo del sesenta y ocho había instaurado la monarquía del Amor Libre y las estudiantes andaban todas sin calzón. Cada vez que el tataranieto del Presidente llegaba a su casa, comprobaba que otra chica lo había seguido para descubrir el sabor exótico de la peruanidad. Espérame un ratito, le pedía en franchute y salía disparado donde unas monjitas que le ponían una inyección-levántate-Lázaro, porque la lloradera se le había hecho costumbre, un psiquiatra lo había diagnosticado como deprimidísimo-ísimo-ísimo, y recetado unas pastillas antidepresivas que le hubieran impedido dejar el nombre del Perú en alto. Las monjitas nunca supieron para qué servían las inyecciones que le ponían pero ninguno de sus pacientes se dejó pinchar tan feliz ni tan apurado como el peruano. Así andaba el tataranieto del Presidente, con el poto hecho un colador en aquel zafarrancho de impudicia internacional, cuando se encontró cara a cara con Julio Cortázar en una manifestación contra la Guerra de Vietnam. Se murió de ganas de acercársele y decirle soy un peruano que quiere escribir, pero se chupó, porque los peruanos no nos avergonzamos sino que nos chupamos, y regresó a su casa sin haber dicho ni mu.
Quizá el encuentro lo inspiró, porque se sentó y comenzó a escribir otro cuento, sólo que el cuento no acababa, seguía y seguía y terminó siendo su primera novela, Un mundo para Julius, una de las mejores descripciones de las realidades peruanas, que siempre han sido tantas y todas irreales. Julius es un niño tiernísimo y buenísimo que empieza a bizquear cuando su hermanita se muere, porque cuando a un peruano se le muere un hermano, bizquea para mirar a todo lado y saber si alguien más está pensando en morirse. Los hermanos mayores de Julius tienen unas adolescencias horrorosas, que los ponen a querer pegarle a quien sea y como el pobre Julius tiene cara de inocente y de cojudo, pasa la mitad de la novela saliendo disparado a cada rato. Cuando Julius está a punto de hacer la Primera Comunión, un chiquito requete abusivo lo faulea durante un partido de fútbol y él no puede defenderse porque pegar es pecado y uno no peca en los tiempos de la Primera Comunión. Pero Julius es peruano y por lo tanto súper mosca, así es que pide a un amigo grandazo que lo vengue, el grandazo saca la mugre al faulero y hasta Dios se muere de risa porque Él también es peruano. Uno de los amigos de Julius, que no tiene plata, mamá ni papá, se reinventa un mundo sólo para él, toca todo con una ramita para cambiarle el nombre y al rosal más bonito lo llama “mamá”. En el país de Julius, hay millonarios tan millonarios que no tienen plata en la cartera y pobres tan pobres que tampoco la tienen y aunque los dos grupos conviven en algunos espacios, los millonarios no comprenden a los pobres ni los pobres a los millonarios, porque el enemigo de Dios, el que tiene cuernos, cola y tridente y cuyo nombre es mejor no mencionar, también es peruano. La selva del país de Julius estuvo llena de caucheros que encendían sus cigarros con billetes y ahora sólo está llena de tribus calatas. Los profesores pasan la vida repite que te repite a los niños como Julius que ellos serán los hombres del mañana, sabios y cristianos que el Perú necesita y aunque Julius ya tiene como mil años, hasta ahora el Perú no ve hombres sabios, aunque no sean cristianos, que deporten al de los cuernos, la cola y el tridente. Los peruanos reímos a mandíbula batiente leyendo a Julius, aunque nuestras carcajadas son tristísimas-ísimas-ísimas y también lloramos a moco tendido y desconsolados porque la peruanidad no tiene consuelo. Sobre Un mundo para Julius, El Mejor opinó, “por la inteligencia de su factura, la ciencia de su lenguaje, la mezcla sutil de ironía, nostalgia y humor, y la aguda visión de lo real que conforman su esencia, este libro es una de las mejores novelas escritas por un autor latinoamericano”*.
El Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, Anti Imperialista, Anti Oligarquía y anti mil cosas más que andaba arruinando entonces al Perú, se inventó un premio literario y se lo regaló a Un mundo para Julius, quizá para hacer creer al mundo que los dictadores saben leer. Como el autor no pudo viajar para recibir el homenaje, su mamá fue en su nombre. El General encargado de la ceremonia anunció con esa voz que usan los militares en las ceremonias que el General Velasco y el autor de la novela habían acabado con la oligarquía peruana. La mamá del flacuchento, bisnieta de Presidente y oligarca de toda la vida, darling, se desmayó y una ambulancia tuvo que recogerla para llevarla a una clínica pituquísima-ísima-ísima. Los parientes de la señora se dividieron entre los que entendieron el libro de una manera y los que lo entendieron de otra, unos felicitaron al escritor y otros dejaron de hablarle.
Otro gobierno revolucionario, anti imperialista, anti oligarquía y anti mil otras cosas en América Latina, entendió el mundo de Julius de otra manera o quizá tampoco lo leyó, en todo caso, el exceso de sangre oligarca en las venas del peruano hizo que desconfiara de él hasta que se le acabaron los adeptos. Y entonces, cuando casi no quedaba ni un intelectual procastrista, Fidel y su hermano lo invitaron a su isla, que ya era suya, suyísima-ísima-ísima. Eran cariñosísimos conmigo, contó mucho después y dijo que nunca entendió para qué lo invitaban si no les servía para nada y pasaba el tiempo llora que te llora, oyéndoles decir que el socialismo es una cosa por la cual se muere pero que no mata a nadie. Los revolucionarios lo alojaban en un caserón pituquísimo-ísimo-ísimo frente al mar, quizá porque los gustos de los revolucionarios terminan pareciéndose siempre a los gustos de los oligarcas. Ahí entendí que las revoluciones son un desastre, contó también, porque todas las mañanas, el caserón se llenaba de tantas toallas y jabones sólo para él, que pasaba el día preguntándose qué pasaba con tanto gasto y empezó a pensar en vender tanta toalla y tanto jabón para irse a Miami. Quizá por eso dejaron de invitarlo.
Aunque el boom de la literatura latinoamericana ya había pasado, hubo quien llamó al peruano y a sus coetáneos los baby-boom o algo así. Él siguió escribiendo, seguramente llora que te llora, y nos contó de un tal Pedro, sus muchas veces y su compañero Malatesta, un perro sin carne ni hueso; de Martín Romaña, Octavia de Cádiz y una hondonada, ese espacio que aparece en los colchones cuando son muy viejos, donde las parejas terminan encontrándose aunque estén peleadas y no les queda más remedio que reconciliarse. Y todo lo escribió como si hablara consigo mismo; plasmó (como hubiera dicho José María de Pereda*) el vertiginoso rodar de sus ideas, enlazando las sublimes con las mezquinas, las lúgubres con las risueñas, las cómicas con las dramáticas, porque las borrascas de su cerebro serán siempre peruanísimamente lógicas e ilógicas.
Para Alfredo Bryce Echenique. Gracias por Julius y su mundo, por Pedro, Malatesta, Martín, Octavia y hasta Inés, y sobre todo, gracias por la hondonada.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, noviembre del 2022
*Opinión de El Mejor, Gabriel García Márquez sobre Un mundo para Julius.
*"La lámina de un aparato tan ingenioso que nos diera estampadas en ella las evoluciones del pensamiento humano sería cosa bien digna de verse en determinadas crisis de la vida. Allí aparecerían, en caracteres legibles, los derroteros del discurso en medio del vertiginoso rodar de las ideas; el hilo sutil que enlaza las más mezquinas con las más sublimes, las lúgubres con las risueñas, las cómicas con las dramáticas; la gran lógica, en fin, de lo que nos parece, a la simple observación, génesis estrafalaria de los pensamientos incongruentes que centellean en el fragor de las borrascas del cerebro.” José María de Pereda, en la novela Nubes de estío, de 1891.
Me encantó tu relato. Claro y divertidísimo- ísimo- ísimo.