Ella nació en el año tres del siglo veinte. Fue la penúltima hija de un italiano que sólo pudo legarle la dulzura de su mirada y la belleza de su rostro.
La niña dulce con ojos de miel tenía seis años y medio cuando su papá se dio un tiro, incapaz finalmente de soportar el sufrimiento con el que la vida se obstinó en castigarlo desde que nació. Llevaba cerca de dos años en una silla de ruedas por culpa de una hemiplejia; viejo, inmóvil e impotente para salir de la ruina en la que su negocio estaba sumido luego de que el Glorioso Ejército de la Patria lo estafara dejando impagas las botas que encargó para la tropa, causando así el inicio del fin de la curtiembre que él había fundado siguiendo el oficio que mandaba su casta, un negocio que costó cada centavo que ganó trabajando muy duro en la explotación del caucho en la selva amazónica, mucho tiempo antes de la época dorada de los caucheros. Él llegó a la selva después de defender la independencia de un país que no era suyo, al cual el barco en que viajaba acababa de llegar. Su nombre quedó inscrito en la Cripta de los Héroes del Combate del Dos de Mayo de mil ochocientos sesenta y seis. Ese hombre valiente acababa de pisar esas tierras, decidido a recomenzar una vida imposible en su Italia; a la que también defendió como artillero adolescente en la Expedición de los Mil. Todo eso y mucho más vivió el padre de La Mujer Dulce con Ojos de Miel hasta que su espíritu renunció y quiso por lo menos, poder elegir su forma de morir. Su partida de defunción indica “afección cardiaca” como causa de muerte porque la familia numerosa que él formó tenía las relaciones adecuadas para hacer que cualquier documento oficial certificara lo que fuera pertinente para evitarse problemas a la hora de enterrar a un suicida en el año mil novecientos diez.
La esposa del italiano enviudó a los cuarenta y un años, con hijos de todas las edades. Siempre fue una mujer con los pies bien puestos sobre la tierra y al quedar sola a cargo de un familión supo que lo único que cabía hacer era guardar su dolor y su miedo para después y enfocarse en lo urgente: que su prole considerara la vida un regalo y no un desafío imposible. Vendió la maquinaria de la curtiembre al antiguo capataz de la fábrica, el comprador estableció su propio negocio muchos años después y su curtiembre llegó a ser la más conocida del sur del país. La mujer, estoica de raza, logró su propósito y la vida en el caserón continuó aparentemente igual para los niños, los profesores privados siguieron viniendo y ellos crecieron seguros tocando los tres pianos de la casa, a veces, a la misma vez, y comiendo pan con chancaca* atendidos por las empleadas de la casa, siempre al amparo de Don Rufino, el jardinero mil oficios, el empleado más fiel que una familia tuvo jamás. Sólo la mujer de acero supo cuán difícil fue aparentar normalidad y alegría, cuánto temió no poder continuar con la vida tal y como sus niños la conocían y cuánta falta le hizo el hombre que ella amó. Un tiempo después, no tuvo más remedio que vender la deuda de la extinta curtiembre.
La bisabuela Juanita, que así se llamaba esa señora de temple, llevó las riendas de su familia con disciplina y justicia, enfocada únicamente en el bienestar de los suyos creyendo que estaba al tanto de todo, pero no lo estaba. A los dos años de la muerte del italiano, su hija mayor dio a luz sin estar casada, un ‘mal paso’ casi peor que la muerte en esos tiempos y en una ciudad pequeña. La Mujer Dulce con Ojos de Miel tenía nueve años cuando su sobrina nació. La bebé y su madre contaron con el amor y la protección de la matriarca, pero la consecuencia de ese nacimiento fue que la bisabuela Juanita estuvo a punto de comprar calzones de acero para el resto de sus hijas, que siguieron creciendo, demasiado lindas.
La madre de estreno tuvo la estupenda idea de montar una tienda de telas, encajes, cintas y pasamanería traída de Europa, la tienda se llamaba “El Chic”. En “El Chic” todo era hermoso, desde la mercancía hasta las señoritas que atendían detrás del mostrador, en el tiempo en que las señoritas no trabajaban. Algunas de las telas y encajes de “El Chic”, sobrevivieron a aquellas mujeres pioneras y alcanzaron para vestirnos a nosotras, las de las siguientes generaciones, en los días que parecieron los más importantes de nuestras vidas. Recuerdo las cintas de moaré negro, las cintas de plata, tan duras y los cientos de metros de diferentes entredoses. La más linda de las hijas de la bisabuela Juanita decidió estudiar para ser maestra, ella era tan bonita que la familia no la llamaba por su nombre, ella era “La Boni”. Cien años después, la misma familia vuelve a tener a una “Boni” (aunque autobautizada), intentaremos llamarla así sólo como reverencia a la corona de algodón que ahora estrena, luego de años de haberle rogado que dejara de pintarse el pelo. Otra de las hijas de Juanita se empleó en una cuna infantil y cuidó amorosamente a niños ajenos de condición muy pobre durante casi toda su vida. La Mujer Dulce con Ojos de Miel también creció, bonita, muy bonita, pero quizás más ingeniosa. Andaba todo el día detrás de Don Rufino ayudándole a hacer cualquier reparación, arreglando los aparatos malogrados, los caños, las plantas del jardín, los muebles y lo que hiciera falta, entre estornudo y estornudo (una de sus nietas los contó una vez: diecisiete estornudos seguiditos), ella dominaba las herramientas, machito era y sus hermanas la llamaban “Lucho”.
Con “el tropiezo” como antecedente en la familia, la matriarca era severísima cuando se trataba de “pretendientes”. No era pródiga en sonrisas ni aunque vinieran cubiertos de oro, literalmente. Sólo tres de sus hijas se casaron, las que quedaron solteras contaron a sus sobrinas que “no hubo un porfiado” capaz de soportar los ojos asesinos y la vigilancia permanente de la bisabuela Juanita. Uno de los pretendientes llegó a ser Presidente del Perú, a lo mejor dirigir ese país de locos era menos atemorizante que enfrentar a mi bisabuela. Para asombro de la susodicha, un buen día se presentó en el caserón un hombre muy hombre a pedir formalmente la mano de Luisa (“Lucho”) en matrimonio. Vaya uno a saber lo que pasó por la mente de Juanita, quizás se atolondró, pero el asunto es que despachó a mi abuelo como si fuera un perro chusco* y pulgoso y encima le dijo algo así: “¡Un hombre que peina canas! De ninguna manera señor.” Mi bisabuelo Secondo, marido de Juanita, era veintinueve años mayor que ella. Cuando nos da la gana, nosotras somos olvidadizas.
Efectivamente, mi abuelo tenía casi el doble de la edad de la mujer con la que estaba decidido a casarse. Hasta que la conoció, él estaba convencido de que su corazón había muerto, hacía veinte años había estallado en tantos pedazos que fue imposible encontrarlos todos para volverlo a armar. La mujer que él amó, perdió ante la vida y él quedó viudo a cargo del hijo de ambos. Aquello estuvo a punto de costarle la cordura y seguir viviendo para proteger a su hijo requirió toda la fuerza de su voluntad. Mi abuelo, El Guapo, a veces se desconcertaba sinceramente por el hecho de poder respirar, moverse y actuar como cualquier ser vivo, estando muerto. La vida, usualmente tan cruel, parecía compadecerse del sufrimiento de Sixto y daba la impresión de ofrecerle disculpas todos los días, haciendo que sus negocios florecieran más allá de toda lógica. Su hijo ya era grande y estudiaba la carrera fuera. Cuando mi abuelo vio a Luisa, él no vio a un ‘Lucho’, él sólo vio a una mujer dulce con ojos de miel. La contempló estupefacto y sintió el calor, ese que creía irrecuperable, en su pecho. Quedó prendado de la miel de esos ojos y la dulzura de las maneras de esa mujer y tuvo un momento de absoluto pavor: a ella no puedo perderla jamás. Sin perder más tiempo decidió pedir su mano, por su hermosa cabeza no pasó jamás la idea de que su futura suegra fuera a desestimar su pedido. ¡Vaya!
Entonces La Mujer Dulce con Ojos de Miel sorprendió a todos. La naturaleza de mi abuela Luisa siempre fue suave. Ella era un ser dulce, amable, generoso y prudente que no tenía ni un pelo de idiota. Debía su faceta de ‘Lucho’ a su alma de artista, a su deseo de saber cómo funcionaban las cosas y cómo solucionar los problemas prácticos de la vida. Cuando conoció a aquel hombre tan hombre, ella vio mucho más que a aquel tremendísimo envoltorio, al cual describió mil años después como “gua-paaa-zo”, ella atravesó su alma, la encendió y por eso él sintió ese calor. Mi abuela Luisa lo comprendió todo, fue consciente por primera vez de su poder de mujer y por eso hizo lo que su corazón le ordenó: se escapó de su casa para casarse con él. Pero como era una señorita, fugó con dos de sus hermanas como chaperonas.
Él le llevaba veintitrés años y era un hombre interesantísimo. En veinte años de soledad y dolor había acumulado miles de historias que contar y ella las escuchaba fascinada. En la seguridad que da el amor correspondido, él mostró su vulnerabilidad y clara y sencillamente le pidió ‘por favor no mueras antes que yo’. La Mujer Dulce con Ojos de Miel le prometió que no lo haría y su promesa fue tan sincera que casi batió el record de longevidad, poco le faltó para llegar a los cien años. Él hablaba mucho de la casa* de la familia en España, a donde planeaba llevar a vivir a toda su familia, y mi abuela Luisa lo hizo muy feliz al dibujarle a carboncillo, llena de ilusiones para el futuro, el lugar que él añoraba. Tuvieron siete hijos, la mayor, que se llamó Juanita como ofrenda de paz de El Guapo a su suegra, murió muy pequeñita; los demás crecieron sanos, muy guapos pero casi completamente chiflados. Él no logró concretar su anhelo de volver a Cantabria porque un infarto se lo llevó a traición. Mi abuelo Sixto murió en los brazos amantes de mi abuela Luisa, literalmente.
SIXTINA / Úrsula Álvarez Gutiérrez, en el nombre de Sixto
Santander, 20 de setiembre del 2020
Mi abuela Luisa y su ingenio facilitaron la vida de todos nosotros. Ella hacía los postres más ricos del mundo y creo que los hacía al ojo, porque cuando comenzó a envejecer, la memoria se le torció y sus galletas se convirtieron en un arma estupenda para lanzar y lastimar de verdad a cualquiera que estuviera fregando la paciencia. La Mujer Dulce con Ojos de Miel era una dama auténtica a la que jamás oímos una impertinencia. Mi abuela Luisa nunca habló mal de nadie ni alzó la voz. Ella sólo perdía la paciencia cuando intentaba llamar a alguna de nosotras sin atinar al nombre y recitaba casi todo el rosario de locas: “Camila, Cristina, Anita, Patricia, Lucía, Adrianita….” “¡Aaay!”, “¡TÚUU!”, ¡cómo te llames, ven!”
Mi abuela Luisa no confesaba su edad ni a sus médicos. “Eso no se le pregunta a una dama”, sonreía dignísima y ellos sucumbían patidifusos a la dulzura de su mirada.
Una vez, mi papá y mi abuela Luisa viajaban de Lima a Arequipa por carretera. Mi papá manejaba (conducía, dicen en España) y tuvieron un accidente del cual lo único que sé, es que rompió el parabrisas del auto. Era de noche y el viento se metía a través de los huecos en el parabrisas y mi papá conducía casi a ciegas. Mi abuela Luisa, tan calmada como siempre, comenzó a masticar los toffees que llevaba en su cartera (bolso, dicen acá) y con ellos fue tapando los agujeros del parabrisas. Mi papá, que quería a su suegra con locura, me dijo que ese había sido el accidente más dulce de toda su vida.
Hasta que la pandemia comenzó, yo creía que el mejor legado de mi abuela Luisa fue la estupenda idea que tuvo antes de que yo naciera: Ella compró una manzana completa de terrenos en la playa y así nos regaló los veranos más lindos que un niño pueda vivir, tiempos que se grabaron en nuestros corazones y son un refugio al que acudimos cada vez que el mundo duele demasiado… como ahora, por ejemplo. Legar a tus nietos recuerdos imborrables repletos de risas, mar, amor y seguridad no es poca cosa. Pero ahora sé que ella nos legó algo mucho mejor: El ejemplo de su serenidad, y en el fondo de nosotras, pero muy, muy, muuuy en el fondo, esa serenidad habita, gracias a Dios.
*chancaca: nombre peruano que designa al alimento hecho de caña de azúcar procesado naturalmente. La chancaca es sólida y en Arequipa su dureza puede ser letal.
*perro chusco: peruanismo para perro sin raza.
*No sabemos cuál fue la casa de Cantabria que mi abuela Luisa dibujó. Ella regaló el dibujo a una de sus cuñadas luego de la muerte de mi abuelo porque su cuñada se lo pidió.
El 18 de setiembre, mi abuela Luisa hubiera cumplido ciento diecisiete años. Feliz cumpleaños, Mamá Luta.
Cómo es que me había perdido esta historia preciosa! Ahora entiendo todo mucho mejor maestra ❤️
😍
Linda historia de tu abuelita. De ahí salen tus dulces ojos de miel mi Uti querida
Era una mujer de la cual aprender.
Que bonito, tierno y sentido hijita mi mamá fue lo máximo, te quiero mucho