“... Moriré y conmigo la suma del intolerable universo...”
Fragmento de “El suicida”, de Jorge Luis Borges.
Mala mujer, adúltera, madre desnaturalizada que abandona a sus hijos, inestable e inmoral, dijeron las personas de su entorno. La chusma, siempre más práctica, ignoró sinónimos y eufemismos: puta. Hasta que ella se rindió y su muerte liberó a los opinantes de los reproches de sus conciencias amordazadas y por fin dejaron de nombrarla. Tanto dejaron de hacerlo, que cualquiera creería que ella siempre fue el fantasma que hoy es.
Se casó en el año mil novecientos ocho, el mismo en que el gobierno de su país promulgó la ley que permitió a las mujeres graduarse en la Universidad. “Las mujeres que reúnan los requisitos que la ley exige para el ingreso a las universidades de la República serán matriculadas en ellas cuando así lo soliciten, pudiendo optar los grados académicos y ejercer la profesión a que se dediquen...” Hasta entonces, la decena que osó educarse había necesitado la autorización del Presidente de la República, y terminar los estudios no significaba poder graduarse. Ella no tuvo la audacia de soñar con ser universitaria, ella iba a casarse, un hombre la había elegido de entre todas las mujeres y la había hecho inmensamente feliz. Acababa de cumplir dieciocho años y aunque no sabía nada de la vida, había sido preparada para ser esposa desde que nació. Debía ser obediente, linda y prudente, procurar la dicha y el bienestar de su marido y dirigir bien su casa. Su ajuar era casi tan hermoso como ella. La ropa de cama y los manteles tejidos, pintados y bordados por las monjitas llenaban varios baúles. Lo único que la entristecía un poco era que después de la boda tendría que mudarse a la ciudad del novio, qué vamos a hacer, mi obligación es seguir a mi marido, ¡voy a casarme!
Los recién casados se instalaron en el caserón señorial que la familia del esposo tenía en una ciudad cercana, una casona bonita, llena de habitantes, visitas y un montón de sirvientes. La familia política acogió con alegría y cariño a la recién llegada y como la niña-esposa no pudo “llevar la casa” porque ya había quien lo hiciera, sólo fue obediente, linda y prudente y se dedicó a procurar la dicha y el bienestar de su marido. Y un día tras otro, falló.
Él había cambiado tanto que parecía otro hombre. Apenas dejaron la casa de los padres de su mujer, dejó de halagarla y empezó a burlarse de ella. Ella se estudió a conciencia, buscando el error en sus acciones pero aunque puso mucho empeño, no supo en qué estaba fallando. El primer golpe la pasmó. Había sido educada en la certeza de que los hombres eran más grandes y más fuertes que las mujeres porque Dios quería que las protegieran, y cuando él la abofeteó, ella no gritó, no se movió, no lloró. Creyó que se moriría de desconcierto y humillación, pero no se murió y los golpes se hicieron costumbre. Coleccionó moretones en la espalda, en el vientre, en las caderas, en las piernas, en cualquier lugar que los vestidos de su ajuar, tan hermoso, cubrían. Pensó que en algún momento su familia política intervendría, al fin y al cabo, vivía mucha gente en la casa y alguien debía saber lo que sucedía detrás de la puerta de su dormitorio. Y así fue. Una de sus nuevas parientes le susurró, ¿qué estarás haciendo para que un hombre te pegue? Pídele perdón y espera a que se le pase. Nadie más se hizo sabedor de la situación. A él nunca “se le pasó” y ella no mencionó las golpizas ni a su confesor. Trece meses después de la boda, dio a luz a su primer hijo. Las golpizas pararon por un tiempo y recomenzaron, quizá era la única manera en la que el cobarde podía comunicarse con su mujer. Poco después, volvió a quedar embarazada. El segundo embarazo fue mucho más difícil que el primero y para colmo, se juntó con El Fin del Mundo.
La prensa anunciaba que el cometa Halley pasaría tan cerca de la tierra que su cola podría azotarla y hacerla desparecer. La locura se apoderó de la humanidad. Los folletos apocalípticos proliferaron en todos los idiomas. En Estados Unidos, unos fanáticos se crucificaron para que el de la cruz los reconociera en el cielo; constructores con buen ojo para los negocios ofrecieron búnkeres de cemento y hierro, y los vendedores de telescopios ganaron fortunas gracias a los optimistas. De tanto leer y oír sobre la muerte, a ella se le ocurrió por primera vez que aquella sería una solución y rezó con las fuerzas que quedaban en su alma para que el cometa se la llevara. Los periódicos serios intentaron calmar a la gente, explicando y volviendo a explicar el recorrido del cometa que se da una vuelta por nuestro planeta cada setenta y tantos años, pero fue en vano, la gente menos instruida, y ella por pura fe, estaban convencidos de que morirían, ya fuera por el impacto o por los “gases tóxicos” que el Halley “traería consigo”. El cometa fue visible en aquella parte del mundo a las nueve de la noche del dieciocho de mayo de mil novecientos diez, justo cuando ella comenzó el trabajo de parto. No sólo no explotó en pedazos ni salió volando al espacio colgando de la cola del Halley, sino que recibió a dos vidas cuando lo que esperaba era la caridad de la muerte. Rogó al Dios que no le hizo el favor de llevársela que librara a sus gemelas de un destino como el suyo.
Una de las visitas frecuentes del caserón era un hombre alto, moreno y hermoso, de vozarrón y mirada sagaz, que parecía notar que la señora más joven de la casa se encogía cada vez que su marido se le acercaba o le hablaba. Él lo sabe, supo ella, casi se murió de vergüenza y evitó estar en la presencia de los ojos que sabían su secreto. Cuando las mellizas cumplieron cinco meses, ella volvió a quedar embarazada. Quizá su destino era intercalar vejaciones con partos de criaturas concebidas sin amor. Una tarde en que el cobarde la golpeaba, una de las sirvientas tocó la puerta del dormitorio, tiene visita, señor. ¡Que espere!, respondió molesto por la interrupción y continuó disfrutando de su pasatiempo. La puerta del dormitorio se abrió de golpe, el hombre alto, moreno y hermoso entró, arrinconó al cobarde y se llevó a la mujer.
El examigo del cobarde no era santo, héroe ni súper hombre. Cuando oyó los golpes desde el vestíbulo en que esperaba, reaccionó por instinto. La visión de la mujer minimizada le encogió el alma. El cobarde impidió que se llevara a los niños y como el hombre sólo tenía dos manos, pensó que aquello se resolvería más adelante, por las buenas o por las malas. Puso a la mujer a buen recaudo y mandó llamar a un médico. Ella estaba en un estado de aturdimiento casi catatónico, no lloraba, no lo miraba, no hablaba, hasta que se desmayó y él vio sangre, estaba perdiendo al bebé que tenía adentro. Las bocas que se mantuvieron tan cerradas apañando el abuso se abrieron a puro grito imaginativo. ADÚLTERA, MALA MADRE, MALA MUJER, PUUUTAAA. Traidor, roba mujeres, mal amigo, susurraron, más bien, los insultos al examigo. Se dijo que el bebé no nacido no era del marido sino “del otro”. La noticia corrió por la sociedad a tal velocidad, que antes de que ella recuperara la voz, ya su familia en la otra ciudad se escondía para evitar ser señalada en las calles. Nada era cierto, el hombre mandó el mundo al carajo y protegió a la mujer con su fuerza, su dinero y su voluntad, mientras esperaba a que reaccionara para apoyarla en lo que decidiera hacer. Los parientes de la mujer llegaron para averiguar lo que había pasado y cuando la encontraron bajo la protección del hombre, creyeron que el rumor era verdad, se atolondraron, no supieron qué hacer y con las mismas, se dieron la vuelta, ante la duda, abstente. Cuando logró pensar con relativa claridad, ella decidió que debía recuperar a sus hijos. El hombre contrató abogados para ayudarla pero no pudieron hacerlo porque legalmente, ella no tenía “medios” para mantenerlos ni la “moral” para hacerlo. Aunque el divorcio era una mala palabra, ya existía. La violencia física y el adulterio eran causales válidas, pero no hubo ni un testigo dispuesto a declarar las golpizas reales, aunque sí varios listos para contarle al juez el adulterio irreal. Y una adúltera sin patrimonio no podía tener a los niños.
Hasta que ella la habitó, el hombre nunca había tenido prisa por volver a su casa. Las sonrisas de su huésped, tan escasas, iluminaban no solo el espacio sino algo adentro de él. Con una ternura que no recordaba sentir desde su niñez, la observó despertar de la pesadilla que primero adivinó y luego atestiguó. Se dio cuenta de que su presencia embellecía su mundo, quiso curarle el alma y entonces supo que se había enamorado. Ella también se enamoró, o quizá sólo quiso creerlo, sus ilusiones parpadearon, quizá esta vez no se me apaguen, pensó. Él le regaló un nuevo comienzo y la llevó a vivir frente al mar, porque el mar lo cura todo, pensó, y se convenció de ello cuando la mujer le anunció que iban a tener un bebé.
Su tercer parto le recordó a la muerte y se hundió en una espiral sin luz. Lloró más que el recién nacido y cuando ya no pudo llorar, dejó de dormir y dejó de comer. Mala mujer, madre desnaturalizada que abandona a sus hijos, recordó en la perpetuidad de las horas, ¿con qué derecho he tenido otro hijo?, se atormentó muda, un día después de otro, hasta que su dolor fue más grande que ella. Te dejo en buenas manos, hijo mío, besó al bebé y se confió a la misericordia de la muerte.
Esta historia sucedió.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, febrero del 2023
Imagen: Fotografía del Cometa Halley, del Observatorio de la Universidad de Harvard, en Arequipa.
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