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  • Úrsula Álvarez Gutiérrez

Párrafos de mujer

Escribí este texto, casi exacto, hace tres o cuatro años, cuando el “feminismo” era una actitud y no un concepto. Cuando el feminismo se vivía y no se teorizaba.

A mediados de los años cuarenta del siglo pasado, Luisa sacó adelante a sus hijos “sola”, luego de que San Pedro convocara a su esposo sin aviso previo. El difunto repentino apuraba los preparativos para llevar a su familia a vivir a Europa definitivamente cuando un infarto se lo llevó de sopetón y privó a sus descendientes del privilegio de conocerle. Al inmenso dolor de su pérdida, Luisa tuvo que sumar la desafiante tarea de encargarse de una prole numerosa, ruidosa, de distintas edades y cordura cuestionable. Ante la intransigencia de la muerte, Luisa congregó a sus hermanas, las solteras (“no hubo un porfiado”), y entre todas conformaron el matriarcado que crio a aquella tira de locos y logró que llegaran a adultos enteros, salvo por el tornillo que siempre les faltó. Luisa nunca se compadeció de sí misma. Luisa jamás se llamó a sí misma “una mujer sola”.

La Guti tenía más o menos seis años y siguiendo su naturaleza de metete*, siguió, sin invitación, a su hermana mayor a la calle a conversar con unas amigas. La Guti había imaginado que la conversa sería sabrosa pero no lo fue, se aburrió, se dio la vuelta y arrancó a correr hacia su casa. Un grito la detuvo: “¡Eeel traaanvíiiaaa!” Desconcertada, volteó y vio: apachurramiento fijo. La Guti no saltó hacia un costado como manda la lógica, no. Ella levantó la mano derecha y gritó: “¡AAALTOOO!”, como si una niña de seis años y quince kilos pudiera detener al armatoste con la fuerza de su voluntad. El conductor del tranvía la vio y pensó: ¡ay Dios, ésta no sólo es ciega sino loca!; logró frenar pero impactó al cuerpecito con un empujón. Quizás fue entonces cuando los cables de la mollera de La Guti terminaron de cruzarse. Cuando abrió los ojos, estaba echada en la cama de su mamá, con un montón de pares de ojos contemplándola. Al verla viva, su hermana mayor explotó: “¡Hay que ser bruta!, ¿no podías esquivarlo?” Su mamá, con el médico de la familia al costado, le dio un caramelo en forma de trompo, aliviada al verificar que todos los huesos del terror de los choferes de tranvía estaban donde debían. Varios años después, cuando La Guti era adolescente, en clase de religión en el colegio, oía al profesor, un sacerdote amigo de sus tías. El cura caminaba por el salón: …porque en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el ma…” “Mentiiiira”, decía una vocecita desde la parte de atrás del salón. Sin perder la paciencia, él siguió: Dios creó al hombre a imagen suy…” “Mentiiira”. Reconociendo a la faltosa como La Guti y en consideración a sus tías, él continuó: y de la costilla que Dios tomó del hombre, hizo una mu…” “Mentiiiraaa”. “¡AFUEEERAAA!” terminó La Guti. Todo esto pasó hace un millón de años, ella sigue siendo “fregadita”, como dijo el sacerdote cuando la acusó con sus tías. Ese tranvía fue el primero de los muchos que la han empujado a lo largo de su vida, La Guti ya sabe que no puede detener a ninguno pero también sabe que después de cada empujón, ella puede volver a ponerse de pie. Hace poco, en una reunión con sus amigas, La Guti bailó y cantó para ellas: soooy cooomo soooy y nooo me parezco a naiden”.


La Guti

Cuando Lanchita (así le decía su abuelita), se casó, hace casi sesenta años, la mayoría de mujeres de su medio no trabajaba. Ella era profesora, le gustaba su trabajo y no consideró dejarlo ni aunque por eso ella resultara una rareza. Explicó a su marido que la casa la llevarían juntos; su suegra, sus cuñadas y sus concuñadas casi explotan de la indignación al saber que el pobrecito sabía planchar la ropa y hasta bañar a los niños, mientras que ellas prácticamente vestían y poco les faltaba para talquear el poto* de sus propios maridos. A Lanchita, antipatiquísima ella, le importó poco lo que pensara el mundo, siguió trabajando hasta jubilarse y aleccionó a sus hijas para depender únicamente de sí mismas; casi las mata del susto y de la risa cuando puso cara de bruja para enseñarles cómo reaccionar si algún día un hombre les levantaba la voz: lo miran fijamente a los ojos, no bajan la mirada por ningún motivo, se le acercan lentamente con esta cara de loca malvada y verán que lo convencen de que están poseídas”. Lanchita dejó a sus hijas la receta de la mejor torta de manzana del mundo, la certeza de ser Suficientes, el ejemplo de su carácter y las instrucciones precisas para ejecutar una mirada capaz de minimizar al cobarde más gritón.

Robustiana era una niña pequeña, obediente y tranquila. Tenía una vida normal y feliz con su papá, su mamá y sus hermanitos hasta que un mal aquejó a su papá, lo paralizó y puso al mundo patas arriba. No había nada qué los médicos pudieran hacer por él y su esposa decidió que se quedara en casa atendido por su familia. La niña adoraba a su padre y por más chiquita que fuera, sabía que llorar no solucionaba nada. Cada vez que el médico venía para revisar al paciente, ella entraba al dormitorio con él y preguntaba ¿Cómo ayudo?” Entre ambos movían a su papá y el médico le decía sorprendido, ¿De dónde saca tanta fuerza una niña tan chiquita como tú?” “¡Aaah, ya sé, es que tú eres Robustiana!” y así fue como le quedó el nombre. Robustiana era una experta cargando a su papá cuando él finalmente murió años después. Entonces pareció que el universo terminaría de caer sobre su familia y nuevamente Robustiana preguntó ¿Cómo ayudo?”

La Universitaria Tardía postuló a la universidad alrededor de los cuarenta años porque “sintió” que su matrimonio se iba al carajo y supo que de “ama de casa” no podría seguir; si dependía del marido, enamorado de una mujer con el mismo nombre que su esposa (evitemos confusiones), no iba a haber casa de la cual ser ama. Ingresó a la universidad y sus compañeros de clase parecían sus hijitos. Decidida, terminó la carrera, buscó trabajo, botó a patadas al traidor de su vida, se sintió la dueña del mundo y lo fue. La reacción de La Universitaria Tardía ante la desdicha agrandó la admiración y el respeto de sus hijos, uno de ellos la llama “Señora” y el término no podría ser más preciso. Buenas tardes, Señora, sé que me lees.

Abran Paso dejó a su marido cuando su puntería al lanzarle los platos llegó a ser tan exacta que se asustó de sí misma, Mí misma, un día de estos, lo matas y terminas presa por decapitar a un adefesio. Arrancó dejándole todo: la casa, el auto, el perro, hasta a los hijos. Cargó sus pocas chivas* y sus muchos miedos, buscó refugio en la casa de sus papás viejitos, se dedicó a trabajar con una meta y apenas tuvo cómo, recuperó a sus hijos y los crio sin aceptar ni un centavo del hombre al que decidió abandonar. Sus argumentos para dejarlo permanecieron desconocidos, pero siempre se refirió a él como el adefesio” y tratándose de una mujer tan inequívoca, sus razones ha de haber tenido. Abran Paso fue llamada loca” por quebrar una familia” y hasta idiota por dejarle las propiedades”. Lo que no le dejó fue su dignidad. Se rehízo sola y abrió su camino pisoteando prejuicios en una época y una ciudad muy duras para una “mujer sola”. Años después tuvo la audacia de enamorarse de un hombre más joven y zambullirse en ese amor.

Cuando Lealtad era poco más que una adolescente se sorprendió a sí misma y a su pedacito del mundo al salvar a su enamorado de una muerte fija a manos de una turba que apestaba a licor de última. A punta de groserías y empujones, ella se metió a la bronca, se plantó detrás de su enamorado espalda con espalda; no cerró la boca ni para respirar, mientras gritaba todos los insultos que sabía o iba inventando en el arrebato, agitando brazos y piernas de la forma más amenazante que se le ocurrió. Así salvó la vida de él y convenció a los bravucones de que las mujeres somos todas unas locas peligrosas, ni uno se atrevió a tocarla: parecía una mujer con diez brazos, veinte piernas y léxico lumpen. Esa reacción suya, tan instintiva, fue la forma que su espíritu encontró para mostrarle su esencia. Han pasado muchos años desde aquella pelea desigual y la vida ha sido muy explícita al mostrarle casi todas las formas que tiene de ser cruel. Lealtad ya sabe que una turba maloliente es más fácil de olvidar que algunos golpes de otro tipo, pero ante cada uno, ella sigue el procedimiento que manda su ser: Primero, protege su espalda y la de aquellos que ama y después hace lo que sea necesario, asuste o no, duela o no. Lealtad sólo olvida que es una valiente cuando ve una libélula, es muy divertido verla salir disparada como si ese bicho fuera una piraña alada.

Por un feminismo que permita a cada mujer ser lo que quiera ser.

"Yo, por mi parte, siempre desconfiaré de quien se explique demasiado". Domingo Gutiérrez Cueto. Cantabria, 1870-1921.

Úrsula Álvarez Gutiérrez

Santander, 11 de octubre del 2020

*metete: peruanismo para ‘metiche’

*poto: peruanismo para ‘trasero’

*chivas: expresión latinoamericana para ‘trastes’

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