¡Qué liiinda! ¡Qué hermooosa! ¡Graaacias! dice el hombre frente al espejo. Un metro ochenta y tantos o quizá un metro noventa, cincuenta y pico kilos de peso, casi ochenta años de edad, ojos preciosos de color miel. La mujer joven le abotona la capa de alpaca que él admira y agradece. De nada, querido; lo cubre, aliviada de que no note que es una capa de mujer, acaba de quitarle el saco mojado, recién lavado, con que él pretendió protegerse del frío. Siente que está abrigando a un niño; a un niño viejo, a un niño grande, a un niño torpe, a un niño temible, a un niño enfermo que nadie se ha dado el trabajo de diagnosticar. Demasiado cerebro hace mal al espíritu, piensa, es mejor ser bruto.
Él nació en una familia de locos y por eso nadie notó a tiempo que el único loco auténtico era él. Del padre que murió tan pronto, un par de sus hermanos guarda recuerdos dulces, él no. A él sólo le quedan dos castigos en un rincón: una cucharada de café amargo por haber peleado con sus hermanos y una mordida a una cebolla, otra vez de pie y en el mismo rincón, por haber dicho una grosería. Es todo lo que recuerdo de mi papá, sonríe con el rostro de su madre, así eran los castigos en mis tiempos… ¡yo odiaba el café y ahora me encaaanta! El loco auténtico, rodeado de los que parecían locos pero no eran, creció solitario. Y con su cuerpo creció el rescoldo de ira en los ojos preciosos de color miel. Mi papá era un hombre muy culto, dice a la mujer. Yo lo sé, contesta ella y piensa, sé muchas cosas sobre tu padre; sé, por ejemplo, que de haber sabido que tu mente fallaba, él hubiera encontrado el mejor tratamiento para ti y pospuesto hasta su propia muerte para dejarte a salvo, querido, lo lamento tanto.
Él hiede. Apesta a mugre, a miseria, a abandono. El loco auténtico lleva un grillete al que va soldada una cadena larguísima de errores, ¿cuántos de ellos son de él y cuántos del mundo?, se pregunta ella y descubre que además de miedo, la locura da náuseas. Él vacía sus bolsillos ante ella, le muestra todo su contenido, como un niño mostrando figuritas de un álbum. Mira mi licencia de conducir, mira la tarjeta de propiedad de mi auto. Le cuenta detalladamente cómo repara su automóvil viejísimo, quizá más viejo que él. Ella no le dice que lo hace en vano, aún si lograra arreglarlo, jamás podrá conducirlo de nuevo, ya no tiene edad para que le renueven la licencia. Calla porque entiende que el auto es para él lo que los pescaditos de oro para el coronel Aureliano Buendía. Qué bueno, querido, tu auto va a quedar lindo. Entonces él sonríe y se explaya detallando las mejoras que le está haciendo, ella no entiende de mecánica pero escucha y lo observa atenta, ha notado algo: la chispa de ira ha desaparecido de los ojos preciosos de color miel. De pronto, sin preámbulo alguno, él habla del sueño de Nabucodonosor y de La Bestia y al instante y de la misma forma, le cuenta que ha salvado a una gata callejera y ahora tiene diez gatitos, los animales son mejores que las personas, dice. Los locos y los borrachos siempre dicen la verdad, piensa ella.
Como tú tienes la mente amplia, voy a recitarte un poema. Él lo escribió hace un millón de años, lo sabe de memoria y lo recita con el alma, el cuerpo y sus ojos preciosos de color miel. Existe la prosa buena y la prosa mala, pero la poesía sólo puede ser buena y ella lo sabe. Los versos del loco auténtico son geniales y genéticamente anticlericales. Demasiado cerebro es malo para el espíritu, es mejor ser bruto, confirma la mujer. De pronto, él ve la computadora y parece un niño contemplando un dulce. ¿Podemos escuchar música?, pregunta. Por supuesto, querido, ¿qué quieres oír? ¡La meditación de Thais, de Massenet! El loco auténtico acaba de desasnar a la mujer. Ella trae los audífonos, él se pone uno, ofrece el otro para ella y acerca su silla a la de ella. La mujer lo observa moverse al ritmo de la música con los ojos cerrados, moviendo los brazos dirigiendo la orquesta en su mente, él está llorando y ella también. Esto es adictivo, dice él, cómo me conmueve, se seca los ojos y sigue dictando títulos de melodías que ella busca en Youtube, fascinada por presenciar ese instante de felicidad. Él le explica la historia de cada melodía, le cuenta la vida de cada compositor, aunque interrumpe la lección de golpe para asegurar a la mujer que Dinamarca es la tierra de Dan.
Ten cuidado con él. Él es fruto de sus decisiones. Tienes un corazón demasiado grande. De todo lo que le dijeron, lo que más enfureció a la mujer fue lo relativo al tamaño de su corazón. ¿Cuál será su diagnóstico? se pregunta, mientras le entrega la ropa regalada que le han hecho llegar, pruébatela querido, y si no te queda, véndela. No, si no me queda, se la doy a algún pobre. El pobre eres tú, piensa ella y calla. Lo abraza y lo despide con una señal de la cruz en la frente. El niño de ochenta años monta su bicicleta y parte. Sobre sus hombros lleva el peso terrible de un cerebro genial. Del grillete en su tobillo cuelga y se arrastra la cadena larguísima de una locura sin nombre.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, noviembre del 2022
Imagen de portada: boceto de El Grito, Munch.
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