Kahu, en lengua hawaiana, es la palabra que designa al compañero humano de un animal doméstico y no significa dueño sino protector: “alguien a quien se ha confiado la seguridad de algo precioso y amado que no es propiedad suya, sino parte de su alma”. Hay muchas formas de ser madre, hijita linda y querida, no creas a quien diga que tú no lo eres, me dijo mil veces mi papá, refiriéndose primero a Babalú, la labrador rubia que llegó a mi vida en el tiempo que mi cuerpo, incapaz de retener embriones de probeta, paría coágulos con nombre a cada rato; y luego a Pimienta, su favorita. Desde que Pimienta murió, mi mamá no deja de explicarme cómo hace para vivir con la ausencia de mi hermano. Hay palabras exactas y gente que sabe utilizarlas. “A los hijos no se les ama por el hecho de ser hijos sino por la amistad que se entabla en la crianza”, escribió García Márquez y no sé qué autor afirmó que “el amor es la alegría de que el otro exista”.
Frente al mismo cáncer que atacó a mi papá, ésta vez, entre el dolor y la muerte, decidí que el dolor era peor. Tú no eres tu cuerpo, Pimienta, le dije y pedí la inyección que la mató, prerrogativas que tenemos los humanos, golpes como del odio de Dios, como escribió Vallejo. Sigue a Babalú, le dije, sin saber si hablaba pavadas o no, y así despedí a la parte más valiosa de mi alma, sin darle mapas ni instrucciones, nunca el misterio de la muerte ha sido más inmisericorde.
Pimienta embelleció el mundo durante quince años y siete meses, y en los últimos doce años, fue el otro miembro de nuestro club de dos. Ella llegó cuando el mundo se cayó y fue una de mis razones para levantarlo. Hace poco intenté distraerme paseando en el monte. Terminé en una verdísima nada, de esas que abundan en la tierruca, aurita aparece un lobo y me come, pensé sin escalofríos y recordé cuán distinto era mi caminar en circunstancias iguales junto a Pimienta, que me acompañó a las verdísimas nadas mil veces, moviendo la colita feliz mientras yo pisaba fuerte, movía los brazos y hasta gruñía de rato en rato, para que ningún lobo que nos viera de lejos dejara de notar que al bocadito negrito lo acompañaba una loca peligrosa. Desde que Pimienta murió, despierto hueca y duermo hueca, ni mis muertos de dos patas han dolido tanto y a ninguno he llorado tanto. Ha de ser el peor de mis duelos, el más solitario y el menos comprendido. En estos días leí que Barbra Streisand estuvo a punto de enloquecer cuando una de sus perras murió, y como era Barbra Streisand, la clonó. Pero las almas no se pueden clonar, admitió en una entrevista y así respondió a mi pregunta muda. Pimienta no es su cuerpo, no puedo clonarla y ser su Kahu fue un privilegio irrepetible.
Si esto le parece una tontería, hágase un favor: calle. Cuando vea a alguien llorar a un perro, cierre el pico, la muerte de un perro nunca será “lo mejor que podía pasar”. Cuando un perro muere, el mundo pierde un montón de belleza, de ternura y de sentido. Ante alguien que llora a un perro, no mencione usted la edad del perro, porque en Portugal hay uno que acaba de cumplir treinta y un años y en Londres un gato que tiene treinta y dos; tampoco ofrezca cachorritos, las almas no son reemplazables y cuando mi papá murió a nadie se le ocurrió ofrecerme otro papá. Cuando un perro muere, un montón de amor se queda sin dueño. El amor sin dueño duele en el pecho y de rato en rato, aprieta la garganta, porque el amor es la alegría de que el otro exista.
Cuando los locos cumplen sus duelos, adoptan a otros perritos, el mundo está lleno de perritos necesitando amor, porque también está lleno de gente que no lo sabe y habla de más cuando un perro ha muerto.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, 2 de julio del 2023
Comentaris