Las personas necesitamos sueños y los sueños requieren coraje. Un sueño alcanzado es una meta que vale la ruta que el soñador recorrió desnudo, con el corazón en la mano y la candidez de un cachorro. La ruta es la vida y su inmisericordia, que no acepta tratos. Los seguidores de sueños renuncian a la comodidad de lo conocido o lo establecido, desobedecen hasta las leyes de la lógica para seguir sólo las que su corazón dicta y así manifiestan su libertad. A los soñadores que triunfan, la gente les llama valientes y a los soñadores que fracasan, la gente les llama locos. Los que logran materializar su sueño construyen un paraíso propio, aunque efímero, y en el cortísimo instante de su triunfo consiguen olvidar el infierno atravesado y los rostros de los demonios que vencieron.
El coraje escasea. Quizá por ello, la mayoría de personas deifica la seguridad de las rutinas, se resigna con devoción a despertar cada día con el único objetivo de seguir respirando y paga con el cadáver de su sueño un palco para observar a los locos y morirse de risa, la naturaleza humana no tiene cura. Cuando los locos ascienden a valientes, en el fondo del alma del observador, junto al hueco que el cadáver de su propio sueño dejó, el rescoldo de un anhelo intenta prender, se agita y se rebela, ¿de verdad mi vida no es más que esto?, pregunta aterrado. ¡Ssshhh!, lo silencia y apaga, la mayoría observadora y aplaude al valiente.
Cuando los soñadores ven el rostro de Dios, si alguna vez lo ven, quizá le pregunten a gritos por qué tasó tan alto la valentía, ¿es que acaso nos preferías cobardes? Él responderá o no, conforme le dé la gana, y el loco que ascendió a valiente aliviará su frío con la frazada de su libertad, engrosada con los trozos de alma que se le cayeron en la ruta que su sueño señaló.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, 30 de agosto 2023
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