Pienso en ti cuando veo un cachorro en internet y te recuerdo chiquitita y estrafalaria, con esas patotas incoherentes que mentían pregonando que serías un pastor alemán o algo parecido; tu carita casi ñata a la que un día le creció una trompita de suricato, y esa capacidad casi sobrenatural para producir cantidades ingentes de pis. Si los cachorros fueran telas, los más elegantes serían seda natural o paño de vicuña, y tú no hubieras llegado ni a huaipe. “De última categoría y de pésima calidad”, se murió de risa y de ternura tu tía Yana cuando te conoció. Saliste a recibirla culebreando pegadita a la pared, como queriendo fundirte para ser invisible, así caminabas cuando eras chiquita, con ese miedo horrible que tenías a todo, recibiste sus cariños pegadita al piso, demasiado agradecida, con sorpresa auténtica, como quien cree que no merece cariñito. Qué horrible era verte temer, preciosa compañera de mi corazón. Qué buena idea fue cantarte a diario que eras valiosa, importante y valiente.
Pienso en ti cuando no veo a ningún perro y cuando veo a uno, pienso más. El vecino de enfrente, Mash, es un pastor alemán de verdad, casi tan viejito como tú lo fuiste hasta el último mayo. Pasa el día echado en su balcón, y a veces lo veo en el parque caminando con la parsimonia con la que caminaste tú durante el poquísimo tiempo en que fuiste viejita. Me pregunto si te caería bien, siempre fuiste tan selectiva con tus juntas, que vaya uno a saber, aunque tiene una pinta de buena gente que te mueres, pasea llevando su pelota en el hocico, nada que ver con tu prima santanderina, la antipática de la Nuska, insulta que te insulta y trata que te trata de darte un mordisquito. Turulata la dejaste, con el salto olímpico que pegaste aquella tarde en su casa, volaste sobre ella, sobre la mesa y sobre su propio papá para aterrizar en mis faldas, ¿de dónde sacaste las alas, preciosa compañera de mi corazón, para dar ese salto, y sin garrocha? Pacifista, mi acrobático pedazo de cielo. En el parque hay un gato que me recordó que cuando eras chiquita les tenías terror y la gente se moría de risa al verte saltar del susto ante un gato. Ver al gato me hizo acordar de la primera vez que viste un caballo, en la tierruca, cuando ya eras una señora de trece o catorce años que dominaba el arte del disimulo. Sobreparaste, lo miraste de reojo, y después caminaste airosa frente a él como si no existiera, helado quedó el caballito, enamoradísimo seguro, qué perrita tan exótica, ha de haber pensado, porque allá en la tierruca no eras chusca sino singular. “¡Pero qué preciosidad de viejuca!”, decía la gente al verte, (preziozidá), “¡pero bueno, qué vamos de perlas!” (vamosss-perlasss), te piropeaban los santanderinos y tú movías la colita, luciendo tu collar y derramando lisura. Valiente pero no idiota, nunca dejaste de desconfiar de los bichos alados. La vez que te presentaron a unas gallinas en un pueblito casi te infartaste, me contaron, lógica pura, respondí; cuando patrullabas nuestra terraza, insultabas sólo a las gaviotas que estaban bien lejos, “qué bueno, ¡son malísimas!”, aplaudió tu tía Noemí, y alguien me contó después que un albatros, primo hermano de las gaviotas, intentó robarle un dálmata en la cubierta de un barco. La tarde en que esa paloma se metió a nuestra buhardilla y pensé que tendríamos que mudarnos, te escondiste en la ducha, genia. Peores fueron los gallinazos de Mollendo, observándote relamiéndose de espaldas, con esos pescuezos rojos y escalofriantes torcidos como la chiquita del exorcista. Hacías pis a toda velocidad en el jardín que no era jardín del caserón cochambroso que alquilamos, grrr, grrr, me ayudabas a insultarlos mientras yo agitaba una escoba sobre nuestras cabezas soñando con una escopeta, grrr, grrr, hasta que volvíamos a meternos disparadas al caserón porque comenzaban a planear sobre nuestras cabezas, en venganza, y tapaban al sol. De los fantasmas de adentro del caserón se encargaba la foto de tu bisabuelo, ni al baño íbamos sin él, felizmente éramos valientes.
Pienso en tu vida, desde el comienzo hasta el final y desde el final hasta el comienzo. Desde la noche en que un alma buena te dejó en mis manos y lamiste mi cara para acabar siendo lo más precioso de mí, hasta el peor de los martes, cuando dudé más que nunca, queriendo más que nunca, que de verdad exista Dios. Pienso en tus primeros años, cuando temías a la mayoría de los humanos, a casi todos los perros y a toditos los gatos; y paseabas pegadita a las paredes y al suelo, como una culebrita que quiere desaparecer. ¿En qué momento de los quince años y siete meses que embelleciste el mundo encontraste lo que te dio la fuerza para soltar el miedo y confiar? ¿Fue de golpe, o poquito a poquito, que comprendiste que eras una estrella? ¡Fuuum!, corriste entre desconocidos, feliz, ¡fuuum!, te metiste al mar, ¡aaauuum!, bostezaste, estirándote feliz cada amanecer o después de una siesta, ¡grrr!, exigiste helado, “patatas” y “chuches” a conocidos y desconocidos y te los convidaron, ¡grrr!, reclamaste, descarada, caricias en la pancita descubierta, ¡toc, toc, toc, toc!, sonó tu colita tocando puertas, paredes y corazones. Amaste la vida, preciosa compañera de mi corazón y quizá descifraste su misterio.
Estaba segura de que tu vejez sería larga. Llenaba el alma verte disfrutar la vida con tanto aplomo, estrenando canas y parsimonia. Embelleciste hasta los despertares, umm, aaah, oooh, parlante te volviste, cariñito por este lado, pedías estirándote más tierna que nunca, ahora por éste otro, te volteabas somnolienta, moviendo la colita en cámara lenta, creando instantes purísimos, mi pequeño pedacito de cielo.
Te quiero, Pimienta, y no hay adiós.
Tu mamá
Arequipa, 14 de mayo 2024
“Hay muchas formas de ser madre, hijita linda y querida”. Óscar Álvarez Bisbal, mi papá.
“… no hay adiós a mi perro que se ha muerto… no diré la tristeza de no tenerlo más por compañero… yo, materialista que no cree en el celeste cielo prometido para ningún humano, para éste perro, o para todo perro, creo en el cielo, sí…” Pablo Neruda.
Extracto de “A mis hijas yo no las parí”, mayo 2017
El Día de la Madre es complicado, no falta quien se enfoca en el regalo y los compromisos, puede ser casi tan estresante como navidad. Me parece genial que todos podamos, sin parecer locos, sonreír a las señoras con cara de buena gente que encontremos en la calle y hasta darles un buen abrazo si resulta oportuno. Es justo agradecer lo que seguramente es el amor absoluto: el amor de madre. ¿Pero cuál es el afán por las fechas específicas y los clichés? A la Santa Madre Abnegada, por ejemplo, no la conozco. Las buenas madres que yo conozco son mujeres con virtudes y defectos que aman a sus hijos, y ese amor es seguramente lo mejor que hay en el mundo. De que puedes contar con ellas, puedes. Siendo extremista, si matas a alguien, por ejemplo, tu mamá (y en algunos pocos casos, tu papá) será quien te ayude a deshacerte del muertito, aún a riesgo de ir presa por tu culpa… Las buenas madres de verdad, además de fregar la paciencia (si no te friega, eres recogido de hecho), tener excelente puntería, gritar como vendedor de tamales, opinar sobre casi todos los aspectos de tu vida, son leales y saben amar. He ahí su valor. Gracias a Dios existen. Pero siguen sin gustarme estas festividades, son tristes para aquellos cuyas madres ya partieron, y no sólo para ellos…hay madres cuyos hijos no salieron de su vientre.
‘Hay muchas formas de ser madre, hijita linda y querida’, me decía mi papi. Babalú llegó a mi vida después de varias operaciones en mis intentos por concebir. Entre operación y operación los médicos me sometían a exámenes (algunos absurda e innecesariamente dolorosos), estimulaciones hormonales (que te vuelven más loca), inseminaciones, etcétera, etcétera, etcétera. Recuerdo clarito una vez, porque la camilla del consultorio me dejó perpleja: tenía una especie de eje, un rato estaba horizontal y al siguiente, luego de que los médicos introdujeran el líquido mágico que debía hacer crecer mi panza, estaba patas arriba. Ahí estaba yo, paralela a la pared, con la cabeza a quince centímetros del piso sintiéndome un poco ridícula, rezando: que mi guagua se aferre a mis entrañas Dios, haz que se aferre. Pero Dios sabía más que yo y Carolina y Felipe nunca se aferraron. Han pasado muchos años y sólo ahora puedo sacar ese dolor fuera de mí. Intentos fallidos, operación, intentos fallidos, operación, intentos fallidos operación. Recuerdo despertar de la anestesia, las caras de mi mamá y mi hermano al pie de mi cama y mi pregunta a las enfermeras, siempre la misma: ¿Me dejaron el útero? Las enfermeras asintiendo. Los ojos de mi hermano llenos de lágrimas atravesándome el alma, el celular sonando desde Arequipa con mi hermana y mi papá preguntando por mí. Y Dios mandó a Babalú.
Una labrador rubia y hermosa de tres meses, grande, gorda y perfecta. Una persona buena me la regaló con la condición de comprobar que estuviera a salvo conmigo. Regresé del trabajo y encontré una cachorra de postal sentadita en la esquina de la cocina, asustada. La miré, me senté en el piso y estiré la mano para que me oliera, hola Babalú, yo soy tu mamá. Y lo fui, los once años que ella vivió en la tierra y sigo siéndolo ahora que ella lleva cinco en el cielo. El amor que me sobraba y que yo porfiaba en depositar en los inexistentes Carolina y Felipe fue acogido y multiplicado por Babalú. En ‘Del Cielo, Estrellas Parlantes, Mauricio y Pimienta’ expliqué que yo creo que las almas vienen en distintos envoltorios, sólo eso, pero alma es alma. Me hice responsable de su felicidad y creo que lo logré. Babalú encarnaba todo lo que uno atribuye al perro perfecto. Su mayor travesura de cachorra fue comerse la billetera llena de plata de su papá, ahora que lo pienso, bien hecho. Y claro, hizo muchos huecos en el jardín, a pesar de ser rubia auténtica, tenía vocación de perrito pobre: jugaba con piedritas. Cavaba hasta encontrarlas, se revolcaba con ellas en la boca, en ocasiones se tragó alguna y luego hizo pufi con piedra, para mi alivio. Amaba a su madre, al mar y a su pelota como aman los perros, con todita el alma. Babalú era tan limpia y bien portada que mi mamá no le tiraba bocados al piso, le parecía una falta de respeto, se los daba a la boca. Su nombre completo era Bárbara Lucrecia, tamaño corpachón parecía necesitar un nombre rimbombante. No temía, daba la cara. ¿Quién ha hecho hueco en el jardín? Se sentaba frente a mí, ojitos chinitos, orejitas para atrás: culpable. Estoy segura de que Babalú fue una presencia enviada por Dios. Poco después de su muerte soñé con ella: Babalú estaba en una playa linda, acompañada por un señor, cuando ella me vio vino corriendo y me apanó, como hacía cuando vivía en la tierra. Pude abrazarla con todo mi corazón. Después el señor se acercó y me dijo: ‘¿Usted es su mamá, no es cierto? Muchas gracias señora. Ella es un ángel y ahora me cuida a mí.’ Eso es exactamente lo que soñé, no lo estoy inventando.
Pimienta también nació de otro cuerpo, no del mío, ella no es humana, es una perrita. Nació el día en que mi hermano murió. Me la regalaron para que pusiera en ella el amor que me estaba sobrando por la ausencia física de mi hermano. Chiquitita, dos pasos, una pila, dos pasos, una pila. Pimienta es todo lo contrario a Babalú. Nació cobarde, supongo que su salto desde el cielo fue muy apresurado y se traumó. Es tronada y le falta un tornillo. Tuvo suerte de ser hermana menor de Babalú, si hubiera tenido otra hermana seguramente no hubiera llegado al año de edad, qué manera de fregar la paciencia. Mordía las orejas de Babalú, se colgaba de ellas. Cuando Babalú caminaba, Pimienta le mordía el poto, tantas veces, que Babalú optó por caminar sentada, y la primera vez que lo hizo se sentó sobre su cabeza, santo remedio, la hizo puré. Pimienta tuvo una infancia muy distinta a la de Babalú, le tocó un hogar desintegrándose, una mamá a medio divorcio, con demasiados trabajos y muy poco tiempo. Desde que Babalú regresó al cielo, Pimienta viaja conmigo a donde voy. Ahora tiene diez años y maduró un poquito. Sigue siendo loca, pero ya no teme tanto, hasta me salvó la vida una vez. Asumo completa responsabilidad por su felicidad...
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