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Úrsula Álvarez Gutiérrez

De casotas y familia

Este domingo conocí la casa de una de mis primas en Cantabria. Cuidado con la lunática, dice un letrerito en la cerca. Entré a la casota y reconocí la sensación… igualito que entrar a la casota de Lima. Espacios grandotes, muebles antiguos, mucho color, paredes con detalles pintados a mano… hasta un baño con dos puertas en el segundo piso. El jardín lleno de árboles altos y gordos y un taller para manualidades con una mesa grandota esperando cobijar alguna obra. No me hubiera sorprendido ver a la tía Camila caminando entre las plantas, con sus pulseras multicolores de cuarzos sanadores, nuestra hermosura estrambótica podría pasar desapercibida en aquel fondo tan parecido, en esencia, a su casa. Tal vez de eso se traten los retornos. El año pasado escribí esto acerca de la casota de Lima, in memoriam, porque ya no existe aunque siempre existirá.


Avenida Linda Vista 600

La casota fue construida a mediados de los años setenta en donde el diablo perdió el poncho. Frente a la casota, el Ministerio de Guerra, al que mucho tiempo después en una época muy sórdida de la historia del Perú, la prensa rebautizó: El Pentagonito. La avenida linda, con dos carriles de ida, dos de vuelta y jardinera en el medio, parecía una demostración de optimismo desmedido, por ahí sólo paseaban cuatro gatos. Parte de aquella zona estaba aún por urbanizar y casi todo el mundo opinaba que era lejísimos.


No era fácil llegar a la casota sin auto. La mayor de mis primas tenía que caminar seis calles (o cuadras, como decimos los peruanos, larguísimas) cuando volvía del trabajo. En una de esas noches, ya cerca del parque a dos o tres cuadras de la casota, un hombre la interceptó: la bolsa o la vida (no sé lo que dijo, pero esa era la idea). Mi prima se quedó helada del susto mientras el hombre le quitaba las pocas joyas que tenía puestas. ¡La cartera, dame tu cartera! ¿Eres bruto? ¿Crees que voy a caminar con algo valioso en mi cartera?, gritó ella mostrándole su billetera vacía. El ladrón amateur se atolondró con los gritos de pito y la mayor de mis primas arrancó la carrera hasta su casota. Dentro de una cajita en un bolsillo de su cartera estaban los aretes de zafiro que acababa de recoger de la joyería, por eso su billetera no tenía ni medio. Los había mandado a hacer como regalo por los quince años de mi hermana. Fueron mi ‘algo azul’ cuando me vestí de novia. Yo podría jurar que al verla llegar jadeando aterrada, su mamá le preguntó si era bruta por caminar con zafiros en la cartera.


Detrás de la casota estaba la carretera de ‘circunvalación’, por donde iban y venían unos pocos carros con familias viajeras y autobuses interprovinciales. La Circunvalación es ahora la Carretera Panamericana y va de Alaska hasta Ushuaia con algunas interrupciones. Es una autopista de alta velocidad, un sálvese quien pueda gris con breves destellos de metal multicolor… ajetreo, ruido, prisa y hostilidad. Cada cierto tramo tiene ‘puentes peatonales’, costó muchos muertos muy despanzurrados (impresos sangrantes en los periódicos amarillistas) que los caminantes entendieran la absoluta necesidad de usarlos… subir mil escaleras, caminar a lo laaargo del puente, intentar no mirar hacia abajo y llegar al otro extremo vivito y coleando, con un poco de suerte y tratándose de Lima, sin haber sido asaltado. Pero cuando nosotros éramos chicos y el desbarajuste actual era simplemente La Circunvalación, la cruzábamos al grito de uno, dos, tres, cooorre, hechos un rayo para ir al club a zambullirnos en la piscina, chapotear por horas y salir con los dedos arrugados a comer butifarras* con coca cola. Uno, dos, tres, cooorre, cruzar de nuevo la circunvalación, llegar al bosquecito que desde entonces y hasta ahora sirve de paréntesis entre esa cicatriz gris, fría e inhóspita y un lado amable de Lima. En ese bosquecito, mi prima Yana y yo fumamos nuestros primeros cigarros. Arrancamos unas páginas a un cuaderno escolar (cuadriculado), armamos un cilindro gordo parecido a un puro (el papel era demasiado tieso para hacer un cigarrillo normal) y lo pegamos con cinta scotch. De filtro, algodón para heridas. De relleno: té, la única hierba que encontramos en la casota. Salimos calladitas, nos sentamos en el bosquecito mirando al único autobús que pasaba y fumamos por primera vez. Cof, cof. Esto sabe a caca.

Vista de frente, la casota era así: de izquierda a derecha: unas columnas delgadas entre las cuales asomaban flores y plantas en un rompan-filas multicolor, la puerta de entrada para la gente y luego el portón del garaje. Ese garaje era mágico; se encogía y estiraba según necesidad, nunca negó albergue a los autos de la familia, fueran cuantos fueran. Ese garaje se transformaba en avión cuando La Yana y yo sacábamos todas las sillas de la casota, las poníamos en filas y jugábamos a ser aeromoza y piloto tomando turnos; el garaje despegaba, aterrizaba y hasta turbulencias tenía, mientras La Yana o yo servíamos juguito a los adultos, aquí tiene señor, muchas gracias señorita, ¡zona de turbulencias!, ¡abróchense los cinturones!, mandaba la capitana. Al costado izquierdo del garaje, el jardín de adelante: una mini selva desordenada que rodeaba a su majestad, El pecanito*.


Frente al garaje estaba el escritorio, el único lugar de la casota que recuerdo normal, mundano y ordenado, seguramente porque en esos tiempos no era dominio de la dueña de casa. Al costado, exactamente entre el escritorio y la cocina, un patiecito techado que tenía sin-cuenta macetas y al fondo unas puertas de vidrio que daban la bienvenida a la casota. En ese patio, mil años después de su construcción, un grupo de mujeres de identidad secreta realizó una ceremonia basada más en el instinto y la fe que en el conocimiento: tomaron el perol de cobre (el del dulce de guayaba) en él colocaron sus calzones más viejos y les prendieron fuego pidiendo al espíritu del universo que las liberara de malos amores y les agudizara el ojo para detectar a un hombre malo aunque fuera a segunda vista. El ritual funcionó.



Uno de los ingenieros más famosos de la época diseñó la casota y muy a su pesar tuvo que obedecer los deseos de su dueña: que tenga la menor cantidad de paredes posible. ¿De dónde ha sacado esa idea, señora? Una casa sin paredes no existe, ¿dónde se apoyaría el techo?, preguntó condescendiente, qué ocurrencias tan estrambóticas tiene la hermosura, pensó. En columnas pues, ingeniero, respondió ella a punto de perder la paciencia y pensando: éste es bruto. La casota fue el primer LOFT que existió en Lima sin que nadie supiera como llamarla ni imaginara que décadas después los LOFTS serían el último grito de la moda. Todo el primer piso con excepción del escritorio, el baño social y la cocina, era un único ambiente. Al fondo de la casota, una serie de puertas de vidrio intercaladas con las columnas que el ingeniero tan reputado no tuvo más remedio que mandar a poner, dejaban ver el jardín de atrás, donde el árbol de granadas era el rey.


Detrás del recibidor al que se llegaba cruzando el patiecito, tres juegos de sala y espacio para un piano de ingrata recordación. Un día imborrable en la historia de la familia, un loco, furioso con la dueña de casa (sepa Dios, con o sin razón) no encontró mejor forma de desfogarse (literalmente) que meando el piano a escondidas antes de salir dando un portazo. ¿Qué? ¿Se meó en el piano? Debe ser pila* del perro, respondieron sus hermanas incrédulas cuando ella, turulata, lo contó a larga distancia, ¿son brutas? ¡Yo no tengo perro! Los meados de loco probaron ser afrodisiacos para las polillas, casi se almuerzan el piano al día siguiente y su dueña tuvo que regalarlo.


Debajo de las escaleras, la mesita del teléfono junto a un sillón en el que la dueña de casa se sentaba a contestar sólo cuando le daba la gana. Frente a la cocina, el comedor (también elástico). La cocina de la casota era una cocinota, tenía dos refrigeradores y un congelador, los tres siempre a punto de reventar. Recuerdo unos pocillos con un postre blanco de aspecto sospechoso. Come. No, se ve horrible. ¿Eres bruta? Prueba y si no te gusta lo escupes. Así somos de dulces las mujeres de mi familia. Lo probé, claro. Riquísimo, se llamaba Cuajada, se servía con miel y yo estaba convencida de que sólo existía en la casota y en aquel tiempo porque nunca lo volví a ver. Acabo de enterarme, gracias a internet, que la Cuajada es un postre que se come en Cantabria, así se nos cuelan, hasta en los antojos, los espíritus fantásticos.

La escalera de la casota era linda. Semicircular, escalones de mármol claro, barandilla de fierro forjado y un ausente pasamanos de madera. Por lo menos, caí con estilo cuando rodé por ella. Me saqué la chochoca*, de poto*, claro, escalón tras escalón. Como al mes tuve mi primera regla (yo era muy chiquita) y ningún médico del mundo convencerá a mi mamá de que aquel costalazo no torció mis entrañas. A quien no anduviera jugando al saltimbanqui y subiera los escalones con cuidado, el segundo piso lo recibía con un hall grandote: al lado izquierdo, la misma barandilla de forja con el inexistente pasamanos de madera y a la derecha, los dormitorios. Según el plano, el primer dormitorio tendría además de su propio baño, una escalera directa al área de servicio. Para ello, el célebre ingeniero mandó a colocar una puerta justo al costado de la ventana. El problema fue que mandaron a hacer esa escalera al mismo hombre que debió hacer los pasamanos y ese dormitorio terminó teniendo una puerta que llevaba a ninguna parte. Dice la mayor de mis primas que allí los mandaban cuando se portaban mal. El siguiente dormitorio era el de La Yana, tenía un estante repleto de libros, dos arcos hacia el hall y ni una sola puerta; por eso tuvimos que fumar té en el bosquecito, la dueña de la casota tenía algún problema con las puertas. A continuación, el dormitorio principal, grandote y con vestidor; baño gigante, lavamanos doble y dos puertas, era fijo que alguien te cogiera sentada en el trono aunque cantaras. Sólo Dios sabe por qué, a la dueña de la casota le dio por estrenar las ‘duchas eléctricas’ que llegaban al Perú y siempre las instalaba algún bruto. No sé cuántas veces me atravesó la electricidad todita enjabonada, pero sí sé de dónde me viene el pavor a la corriente. El último dormitorio del segundo piso era el de la mayor de mis primas, que ya no estaba porque se había casado, vivía en Venezuela y nos contaba en cartas manuscritas que para comprar un plátano tenía que pedir un cambur (su ortografía hacía que nuestras maestrucas en el más-allá tuvieran patatús tras patatús). En su closet*, un millón de pares de zapatos de taco parecían reclamar a su dueña. La Yana y yo hacíamos feria con ellos.


Mis papás, mis hermanos, nuestra Mechi y yo viajamos de Arequipa a Lima a pasar uno que otro verano en la casota. Era un viaje larguísimo, salíamos al amanecer y llegábamos al comenzar la noche. Llevábamos sándwiches, jugo, fruta y hasta café en nuestra camioneta elástica. Yo lo vomitaba todo a medio viaje y los demás aprovechaban para hacer pila*. Una vez, mi hermana de cuclillas y con los calzones en las rodillas vio pasar un ómnibus interprovincial justo frente a ella. ¡Mamaaá, me van a veeer! Tápate la cara hijita que todos los potos son iguales. Mi papá nos dejaba instalados en la casota, regresaba a Arequipa y volvía para recogernos. Con mi papá fuera de vista, mi mamá manejaba uno de los autos de Lima. Las avenidas anchísimas y los pocos carros de esos tiempos le permitían seguir el ritmo de nuestras canciones: Parchís-chís-chís-par-chís-chís-chís, zigzagueaba un auto repleto de locos insolados en plena avenida regresando de la playa.

La casota ya no está. En su lugar hay un edificio de departamentos grandotes. Hace un mes me operaron para desenredar mis tripas y pasé mi recuperación en uno de ellos. Dulcísima, la matriarca me abrió la puerta: Hay que ser bruta para gastar tanto en una cirugía, has debido preguntar pues mamacita, yo tengo unos médicos fabulosos. Sí, claro, los invisibles que arman aquelarres y realizan cirugías a distancia con la fuerza de sus mentes, una se acuesta enferma, ve las sábanas flotar, no se infarta ni nada, duerme como un bebé y al día siguiente se levanta sana, pensé. Pero no soy bruta y calladita soy más linda así es que muda la apachurré* y tomé casi todas las pócimas que me trajo, por sospechosas que se vieran. La Yana insistió en que probara un fruto seco: si no te gusta lo escupes. Clac, cloc, clac, cloc, los zapatos de taco anunciaron a La Paty, que hace más de veinte años volvió al Perú: ¿y…mueres o no mueres?


No morí, envuelta en las mantas de La Yana, viendo desde su balcón el lugar donde estuvo el garaje elástico y volador, la puerta que llevaba a ninguna parte y hasta a La Paty corriendo en tacos para salvar los zafiros de mi hermana. Supe por fin de quién heredé la manía de disfrazarme de ropavejero cuando estoy en mi casa. Disfruté de la presencia de la reina eterna de Arequipa, la dueña de la casota, con sus ideas estrambóticas, sus pócimas sanadoras, sus faldas largas y sus miles de pulseras de colores, los cuarzos protegen mamacita, no dejes que los toquen. Cinco animales recogidos me ayudaron también a sanar: una perra inmensa de nombre florido que La Yana rescató de la perrera municipal hace como nueve años y cuatro gatos arrancados de las garras del infortunio, o mejor dicho, cinco: uno de los gatos es en realidad un par de gatos, un desafío descarado a las leyes de la gravedad y de la lógica, ‘Tutú’ es el nombre del portento y tiene lógica: Tú y Tú, vengan, Tú y tú, no arañen el sillón. DobleGata, la llamé, entendió y vino a echarse sobre mí. No sólo no morí, sino que recordé quién soy.


Úrsula Álvarez Gutiérrez

Arequipa, Setiembre 2019

Publicado el año pasado por www.lapajareramagazine.com

*butifarra: emparedado típico de Lima. Lleva jamón ahumado, lechuga y zarza de cebollas

*El Pecanito: árbol de pecanas

*pila: peruanismo para pis

*sacarse la chochoca: arequipeñismo para lastimarse muuucho en un accidente

*poto: peruanismo para culo

*closet: armario. En Perú la palabra ‘armario’ casi no se usa

*apachurré: del verbo apachurrar, peruanismo para abrazar muy fuerte

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