Hoy es el día del padre en Perú y la mayor parte de América Latina. En pleno findemundo mi país adelantó los abrazos para ayer, porque está prohibido salir a la calle los domingos gracias al coronavirus.
El año pasado no sabía que se nos venía encima una pandemia con el consiguiente despelote rompe almas y publiqué que podría escribir acerca de mi papá todos los días. El año pasado le conté al mundo:
De sus manos cuadradas, limpias y ásperas, en parte por el clima sequísimo de Arequipa (los hombres de su generación no usaban crema) y en parte por su vocación de artesano. Siempre con un serrucho, un martillo, un alicate y un ingenio a veces increíblemente inútil y otras genial. Cuando le dio por hacer esculturas de piedras…parecía un Buendía, ni más ni menos, creando universos monstruosos de piedras de río. Hizo una lámpara para mí y no es pavorosa porque la hizo para mí. La base son unos niños (dijo el artista) mirando hacia adentro, como quien observa la felicidad. No alumbra nada, mi lámpara, pesa una tonelada, mi lámpara, es muy difícil limpiarla (piedrita por piedrita), pero es mi lámpara y tendrán que sepultarme con ella. Ahora está en un depósito en Arequipa, mi lámpara, y extraño mucho a mi lámpara inútil.
De las herramientas de mi papá. Heredé su taladro, que no sé usar. También su martillo, gastadísimo, boté el mío a la basura cuando recibí el suyo. No sirvo de nada con un taladro, un martillo y uno de sus alicates y sé que las cosas materiales no importan, salvo las herramientas de mi papá. Amo esas herramientas.
De sus frases. ‘Acabáramos’. ‘Quicusita, ¿no?’ cuando él metía la pata y se daba cuenta muerto de la risa (¿qué cosita, no?). ‘Cholapaburra’ cuando la que se equivocaba garrafalmente era yo. ‘Hijita linda y querida’, siempre, todos los días, en todo momento. ‘A cruzar el Rubicón’, cuando emprendíamos algo. ‘¡A la pucha!’, cuando se sorprendía.
De su dominio del idioma, él era mi libro de sinónimos y antónimos, mi diccionario con patas. Cuando me casé y me mudé a Lima, el castellano se me fue acabando. Tenía que llamarlo para preguntarle… ‘¿cómo se dice cuando algo habla, pa?’ ‘Elocuente, cholapaburra’. Un día le pasó a él, cuando yo era adolescente. Estábamos jugando PICTIONARY en familia, un juego en el que alguien dibuja y el contrincante tiene que adivinar. La palabra era ‘toallero’ y el dibujo era clarísimo, mi papá estaba a punto de explotar de frustración porque se le olvidó la palabra ‘toalla’ y gritaba: ‘Aaay, ¡la vaina esa para secarse!’ Mi enamorado de esos tiempos lo instó a rendirse: ‘ya, tire la toalla’, mi papá lo miró agradecidísimo, gritó ‘TOALLEEERO’ y ganó feliz. A mi enamorado casi lo mataron.
De su ‘Blancuimierda’. Así se llamaba su caballito de plástico blanco. Mis papás y mis tíos jugaban carreras de caballos, con dados, en una pista de madera hecha por él, cortada con serrucho por él, pintada por él. Yo gritaba desgañitándome ‘¡BLANCUIMIERDA RARARÁ!’
De su frío. Mi papá siempre tenía frío y dormía como un esquimal. Se envolvía la cintura con una chalina de alpaca, a manera de faja. Encima su pijama, con un polo de algodón adentro. Sobre todo, una chompa viejita, de esas horribles que siempre abrigan más. Gorro de lana y medias. Era un espectáculo a la hora de dormir, mi papá. Me legó eso, no soy friolenta pero sucumbo ante el deseo irreprimible de disfrazarme de ropavejero cuando quiero sentirme a gusto en casa. Olvidé contar que antes de disfrazarse de esquimal, mi papá “hacía sus abluciones”, con una parsimonia que heredé. Se lavaba las manos como si hubiera sabido que un día el mundo cantaría La Macarena en el lavamanos sólo para salvar sus vidas. Luego se cubría la cara con esa espuma de jabón y yo me moría de risa. Ahora hago exactamente lo mismo.
De su lealtad hacia mí, nacida de sus entrañas, de esa forma suya de ver la vida desde mi perspectiva y entender siempre mi postura, como si cuando yo nací él y yo hubiéramos sellado un pacto sin palabras: tú y yo somos del mismo equipo y sanseacabó. De su llanto cuando el dolor era mío, de su dicha infinita cuando yo era feliz, de su forma de guardar mis secretos.
De su conocimiento de filosofía y música clásica. Lo de la filosofía no pudo legármelo, soy cholapaburra completamente y eso del ser y no ser me agobia horriblemente. Un día hice el intento, apoyándome en mi amor por él y por mi hermano cogí Así habló Zaratustra… nones, ni por la fuerza de mis genes. El lobo estepario menos que menos, conmigo no van esas cosas, aunque hay quien dice que alguno de mis escritos contiene filosofía, cuán poco sabré que al oír eso pregunté: ‘¿qué te has fumado?’ Lo de la música clásica sí que me lo legó aunque póstumamente. Sólo ante su ausencia inapelable empecé a buscarlo en su música, con una ignorancia indigna de su hija, reconociendo sus melodías favoritas basada sólo en las que más me conmueven. Si las siento, eran las suyas. Y ahí ando encontrándolo.
De sus estornudos que hacían saltar el techo y temblar a las paredes. De su forma de sonarse la nariz, como si su vida dependiera de vaciar esa narizota.
De sus errores, que lo lastimaron más a él que al resto.
De su forma de mirarme, como si yo fuera el milagro más grande del mundo, porque eso creía él. ‘No sé qué habré hecho en otra vida para merecerte, hijita linda y querida, en ésta no he hecho nada tan grande’ me dijo una vez.
El año pasado olvidé contarle al mundo el respeto de mi papá por los animales. Que una vez encontró un cachorrito casi recién nacido hecho un ovillo negrito en el garaje de nuestra casa. Que lo recogió con su manota cuadrada y áspera y volvió a entrar a la casa, se lo entregó a la empleada y le dijo: dale de comer, báñalo y ponle un nombre. Que él sujetaba a mi gato, Iván, cuando debían inyectarlo porque yo no lo hacía con suficiente fuerza y me mordía. Olvidé escribir cómo mi papá prefería rotundamente a Pimienta sobre Babalú, una labrador rubia finísima que se sentaba con las piernas cruzadas y hablaba francés, oui. Me gusta más esta negrita loquita, decía él y las carcajadas que los dos compartían hacían bailar al techo de mi departamento en Lima.
También olvidé hablar de sus buenos modales. De cómo abría las puertas para nosotras, de cómo nos hacía caminar por el lado correcto de la vereda. De cómo se bajaba del auto para abrir la puerta del garaje como hacen los caballeros.
El año pasado enumeré algunas de las cosas que podría contar de mi papá. Este año tan bisiesto pienso en cuántas cosas me gustaría comentar con él. Que Pimienta y yo estamos en Cantabria invocando espíritus Gutiérrez y todos responden. Mi papá decía que los Gutiérrez eran muy buena gente pero que lo mejor era verlos de uno en uno porque si no, uno terminaba tan loco como ellos. Quién iba a decirnos, papi, que yo, aun siendo tan tú, resultaría ser una tremendísima Gutiérrez de pura cepa siquiátrica. Quizás lo que más me gustaría hacer es repetirle mi pedido: si hay un más allá, dime que estás bien.
Hoy, aturdida por esta pandemia del demonio y las plagas que ha desatado, vuelvo a contar un poco del amor de mi papá por mí y de mi amor por él.
Los últimos meses de la vida de mi papá, él y yo erramos intentando con toda el alma no errar. El anuncio de su muerte nos atolondró, nos estupidizó e hicimos todo muy mal. Mi papá y yo entramos en un espiral de radioterapias y sus correspondientes quemaduras, peregrinaciones a un hospital de espanto, transfusiones de sangre urgentísimas, sondas infernales y millones de pastillas con horarios estrictos… en vano. Mi papá vivió el mismo tiempo que hubiera vivido sin tratamiento, nueve años después de su partida puedo afirmarlo por escrito. Ojalá algún día el tratamiento de las enfermedades terminales sea digno y honesto, por una buena muerte, porque la muerte no es, ni jamás será, el enemigo. Mi papá y yo debimos haber pasado los últimos meses de su vida como pasamos toda nuestra vida: leyendo, conversando, muriéndonos de risa y con la morfina y hasta la marihuana que él precisara.
Te amo, papá. Que donde estés, nada duela.
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, 21 de junio 2020
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